Pedro Espinoza Meléndez*
Introducción
¿Hasta qué punto podemos acceder al conocimiento del pasado? ¿Qué tanta luz puede arrojar la historia (entendiendo a la historia como disciplina) sobre una realidad acontecida bajo determinado tiempo y espacio? Son preguntas que creo todos los miembros del gremio nos hemos hecho, ya que de no hacerlo, no solo estaríamos ejerciendo una profesión a ciegas, sino que además estaríamos vendiendo un producto de dudosa calidad.
No se necesita ser un gran teórico para poner en tela de duda la validez del conocimiento histórico. Cuando uno hace cualquier afirmación sobre una realidad pasada, no falta aquel aguafiestas que nos pregunte ¿Y tú como sabes? ¿Estuviste ahí? Sin embargo, sabemos que ni en las ciencias naturales más rígidas, ni en las sociales que se encargan de estudiar el tiempo presente, el testimonio presencial es sinónimo de una comprensión total del fenómeno, ni siquiera de una “evidencia empírica”. De manera que la distancia temporal o espacial entre el observador y el objeto de estudio, por sí misma, no es necesariamente un obstáculo para la comprensión de un fenómeno.
Sin embargo, existen ciertos conceptos que en algún momento se han convertido en paradigmas para las ciencias, a partir de los cuales puede ser cuestionada nuestra ocupación, uno de ellos es la objetividad. Es a partir de la consolidación de las ciencias naturales que, en el siglo XIX se formalizó la idea de que también las ciencias sociales debían de ser igual de rígidas y objetivas. Es con los paradigmas rankeanos y positivistas que los historiadores aceptaron que su labor era la de escribir las cosas tal y como sucedieron, y que debían borrar de sus trabajos –como debía de ocurrir en toda ciencia verdadera- hasta el más mínimo rastro de subjetividad. En este ensayo se buscan plantear algunas reflexiones surgidas en base a lecturas hechas durante el semestre, referidas a la naturaleza de la disciplina histórica, tanto a sus posibilidades y alcances como a sus limitaciones.
Sobre objetividad y subjetividad
Entonces, vale la pena preguntarnos: ¿Puede el historiador ser objetivo? O mejor dicho ¿Qué tan objetivo puede ser? Ante estas interrogantes puede llegar a caerse en los extremos, ya se al de aferrarse a los viejos dogmas del positivismo decimonónico, o a afirmar que por no ser completamente objetiva, la historia no puede ni siquiera ser considerada ciencia, desmeritando así sus posibles aportaciones al conocimiento humano.
Epistemológicamente hablando, no creo que se pueda ser objetivo, ni en la historia ni en ninguna otra ciencia, sea natural o social; esto por el simple hecho de que la ciencia no la hace el objeto sino el sujeto. De manera que la observación o análisis del fenómeno estará fuertemente vinculada al sujeto que observa. Inclusive en las ciencias naturales se habla de que muchas veces, el que mide -inconsciente e indirectamente- afecta la medición Y ya que el objeto no puede estudiarse a sí mismo, la subjetividad del investigador, en mayor o menor media, es una característica con la que todos tendremos que aprender a lidiar.
Pero aterrizando en el campo de la historia ¿Cuáles son los factores que determinan al sujeto que observa? ¿Hasta que punto esa subjetividad obstaculiza el acercamiento a los fenómenos sociales del pasado? Hay que partir de algunos referentes. El primero es que para que haya historia se necesita de dos cosas, de testimonios humanos y de alguien que los observe e interprete. Se recalca la parte que se refiere a la interpretación, ya que éstos testimonios (que no necesariamente tienen que ser documentos escritos), como señalaba Marc Bloch, no hablan por sí mismos, sino que se requiere que el investigador les haga preguntas y los cuestione, y dependiendo de las preguntas que se hagan, serán las respuestas que puedan obtenerse.[1]
El lugar del historiador
El segundo referente es que, tanto el autor de dichos testimonios como el observador, se encuentran en un momento histórico, en un contexto social, político, cultural, económico, que resulta determinante en la concepción que los individuos tienen de sí mismos y de la realidad que los rodea. En el caso del historiador, esto habrá de repercutir en el tipo de preguntas que se habrá de plantear. Sobre este punto específico, Michel de Certeau hace uso del término Lugar Social, y lo aborda de la siguiente manera:
Toda investigación historiográfica se enlaza con un lugar de producción socioeconómica, política y cultural. Implica un medio de elaboración circunscrito por determinaciones propias: una profesión liberal, un puesto de observación o de enseñanza, una categoría espacial de letrados, etcétera. Se halla, pues, sometida a presiones, ligada a privilegios, enraizada en una particularidad. Precisamente en función de este lugar los métodos se establecen, una topografía de intereses se precisa y los expedientes de las cuestiones que vamos a preguntar a los documentos se organizan.[2]
Como se puede observar, la subjetividad no tiene tanto que ver con el individuo, que imprudente, consciente o maliciosamente decide tergiversar lo observado en la realidad para su conveniencia, pues como acertadamente afirman Zermeño y Mendiola: “[…] el historiador que produce la historia no es un sujeto psicológico, como se pensaba en el siglo XIX, sino un sujeto social”[3], y todos los factores sociales que le rodean, ocasionan que el producto de su trabajo no puede ser otra cosa que una interpretación sobre los fenómenos que estudia, interpretación sobre la que pesan no solo las condiciones en las que se generan los testimonios de los que hace uso, sino las condiciones desde las que el historiador cuestiona, indaga, observa y piensa.
A manera de conclusión
Más que pensar en acceder al conocimiento del pasado, hay que buscar su comprensión, pues el pasado, más que la acumulación de sucesos ocurridos en tiempos pretéritos, es la memoria y el entendimiento que tenemos de ellos. En este sentido, el pasado no es una realidad que pueda mostrarse por sí misma, es una imagen construida en base a las observaciones hechas por los mismos hombres, y por lo tanto se encuentra en un constante cambio, ligado a las transformaciones que ocurren en el presente desde el que mira.
Ciertamente la historia no puede aspirar a ser en si una ciencia objetiva, pero no por ello dejará de ser ciencia, mostrar las cosas tal y como sucedieron es algo que nunca se la hecho, y no hay porque pretenderlo. El rigor metodológico y conceptual con el cual se lleven a cabo las interpretaciones de la historia, es la referencia a que lo que se dice no surge de la nada ni se afirma arbitrariamente, sino que parte de una realidad que de alguna manera dejó testimonio de sí, y cuya comprensión taba de formar parte del conocimiento del hombre, tanto de la forma en que funcionan las sociedades como de la manera en que el hombre se concibe a sí mismo dentro de ellas.
Notas
* Lic. En Historia, Gpo. 362 Escuela de Humanidades, Universidad Autónoma de Baja California, Taller de Investigación Histórica, Tijuana, B. C., 6 de junio de 2008.
[1] Marc Bloch, Introducción a la Historia (México: FCE, 1992), 50.
[2] Michel De Certeau, La Escritura de la Historia (México: UIA, 1993), 69.
[3] Guillermo Zermeño y Alfonso Mendiola, “Hacia una metodología del discurso histórico”, en Galindo Cáceres, Jesús (coord.), Técnicas de Investigación en sociedad, cultura y comunicación (México: Pearson, 1998), 69.
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